Eterno: Conmemorar o documentar
El encargo instala una expectativa de legibilidad, porque no solo se pide una película, se pide una película que se entienda y circule fácilmente. Desde ahí, el dispositivo se ordena entre iconografía corporativa, música continua que modela la emotividad escena a escena, montaje compilatorio que garantiza una entrada inmediata al pathos (al orgullo, a la euforia, a la nostalgia o al duelo) y recreaciones sobrias que devuelven o van fijando el mito fundacional del club.
Eterno es una película por encargo que toma el centenario del club más popular de Chile (“el Popular”) y lo convierte en dispositivo de circulación afectiva. La encarga la sociedad anónima Blanco y Negro y la produce la casa productora Fábula. Esa alianza empuja la obra hacia una gramática de marca. Es decir, que requiere una estética “premium” con legibilidad inmediata y un arco catártico. No lo digo como un juicio moral, es un dato de diseño que explica por qué la película elige cierto brillo, ritmo y consenso por sobre fricciones, pausas y preguntas. Lo interesante es leer cómo ese encuadre institucional se vuelve forma y cómo, en esa forma, se negocia la relación entre lo popular y lo pop.
No hablo de intenciones, hablo de decisiones visibles o audibles como la economía del highlight (el resumen de jugadas y goles en clave deportiva de youtube) que opera como prueba de grandeza histórica. El encargo instala una expectativa de legibilidad, porque no solo se pide una película, se pide una película que se entienda y circule fácilmente. Desde ahí, el dispositivo se ordena entre iconografía corporativa, música continua que modela la emotividad escena a escena, montaje compilatorio que garantiza una entrada inmediata al pathos (al orgullo, a la euforia, a la nostalgia o al duelo) y recreaciones sobrias que devuelven o van fijando el mito fundacional del club. La suma produce una épica nacional-popular funcional a la sala comercial, donde el reconocimiento colectivo importa tanto como el dato duro. Nada de eso es “malo” o “bueno” en sí. Lo decisivo es qué producen esas elecciones al archivo y al sonido, que son la verdadera materia política del documental. Y no por capricho, sino justamente por ser la obra que se consume como documental oficial del centenario. Eterno no se hace solamente para celebrar, también gestiona la memoria, la ordena y la pone a circular.
La coordenada histórico-política queda nítida: 1973 como promesa truncada (la final perdida leída desde el año del Golpe). 1988–89 con un Monumental empujado desde abajo tras años de fracaso deportivo en dictadura y el compromiso incumplido del régimen en tiempos de plebiscito. 1991 como consagración en los inicios de la transición. La amenaza de quiebra en 2002 como cicatriz de la crisis asiática, reparada entre colectas y apoyo popular. Entre todo hay una ecuación que se repite con claridad, cuando el pueblo empuja, Colo-Colo sale adelante.
¿Podría esta película haber sido diferente? Mi pregunta no busca un contrafáctico, sino mapear qué hace el encargo cuando se vuelve forma y cómo un documental con recursos pop decide lo visible y lo invisible (qué entra, cómo entra, qué se maquilla, qué se borra). Más que problematizar el uso de recursos pop, se trata de pensar cómo acoplarlos a lo popular. En ese sentido, no se discute si hay emoción ni si existe comunidad (la película convoca pertenencia, te llama como hincha, te arropa en el nosotros del club y su retórica de la palabra “pueblo”). Se discute cómo se fabrican eso elementos. La diferencia no es de tema, sino de una tensión formal dada entre administrar afectos o compartirlos, entre confirmar el canon o dejar que la memoria piense. En ese filo, lo popular y lo pop no son bandos opuestos, son materiales que se articulan. Lo popular no es una “temática”, son mediaciones concretas como cantos heredados, viajes, economías domésticas que hacen posible construir un estadio o salvar una crisis, una geografía de trayectos que no cabe en la imagen del drone. Lo pop no es lo banal, son tecnologías de visibilidad que le otorgan un ritmo de clip, slogan, logos, música, compacto de jugadas, toda una logística que intensifica y fija afectos en segundos. Cuando el montaje mantiene huellas de origen y contrasta los materiales, lo pop funciona como acceso sin perder su carga dialéctica, pero cuando suprime las huellas y sincroniza todo en la misma intensidad, convierte el archivo en un resumen y bloquea los matices. Al final, Eterno se lee como un museo audiovisual del centenario, aun cuando asomen breves intentos de lo contrario.

Al mirar la película en su coyuntura, se entiende esta elección. Eterno prefiere el brillo conmemorativo, porque la gramática de marca no solo celebra, también administra su régimen institucional, manteniendo a raya lo que desentona con el rito de grandeza. Un club hegemónico, en su fecha más simbólica, espera un relato coherente, presentable, apto para familias y sponsors, con promesa de control de su imagen corporativa. A una película concebida como rito de conmemoración no se le puede pedir que no sea, también, una obra de marca empresarial, con tendencia a sanear la superficie. No sorprende que Eterno esquive las sombras, incluso cuando el centenario cayó en un año para el olvido (eliminación en Libertadores y una fase grupal descrita como la peor del siglo, caída en Copa Chile y octavo en la Liga), con la riña a golpes en el directorio de Blanco y Negro, la muerte de dos hinchas en el Monumental y la sanción que obligó a jugar sin público. Aunque la película se produjera antes y cierre recordando que el equipo llega a 2025 como vigente campeón, muchos síntomas ya eran visibles. En ese sentido, la gramática de marca cumple la expectativa de ordenar, pulir, homogeneizar y garantizar una emoción compartible sin asperezas. Frente a esa demanda, una película que incorporara interrupciones al canon podría leerse (desde el marco institucional) como falta de rigor, pérdida de solemnidad del rito, en definitiva, como “error”. Por eso el acabado “premium” se percibe a la altura de las circunstancias. No solo por su calidad técnica, sino porque representa la monumentalidad del club, su gobernanza de la memoria y la estética del patrocinio. Ahora bien, ese mismo pack de sorpresas tiene un costo, no sólo cinematográfico. Al alisar la superficie para asegurar consenso, se corre el riesgo de naturalizar el pasado y de convertir el archivo intervenido en souvenir de feria.
En general, la política del archivo se juega en pocos gestos, pero decisivos. Un documento “piensa” cuando es recontextualizado, no recibido como prueba transparente. Cuando su procedencia, su condición mediática y su duración son visibles, cuando imagen y sonido abren lecturas diversas en vez de clausurar el sentido. En Eterno, no es solo que “entre” música, el diseño levanta una pista sostenida que apenas deja aire y, mediante subidas de intensidad y cortes a tiempo, empareja materiales heterogéneos (décadas distintas, voces de generaciones distintas, registros disímiles). Esta música en continuidad facilita la legibilidad y el clímax compartido. Una clave unificadora que no sólo elimina las diferencias, sino que convierte el archivo restaurado en estética de reel más que en apertura simbólica. Aquí no se trata de reclamar “opacidad” por sí misma, sino de cómo la naturaleza del montaje de archivo interrumpe y reorganiza para que el pasado no vuelva al presente como rito de anticuario, sino como objeto de un examen significativo. Tampoco se trata de fetichizar el grano, sino de abrir el tiempo propio y de contrastar fricciones entre voces y épocas. Escuchar la galería es devolverle al cuerpo su capacidad de conocimiento. La repetición, si cambia ángulo o sonido, permite apertura, pero si solo subraya lo mismo con más música, certifica y cierra.
En ese marco, Eterno opera como un compendio canónico que clasifica y valida los hitos del club (origen, gestas, derrotas) acomodando clips como vitrinas que clasifican y consagran más que interrogan. En ese sentido el archivo restaurado (a veces colorizado y, por su apariencia, probablemente intervenido digitalmente) entra sin anclaje de procedencia ni tiempo propio, de modo que la huella deviene pieza de exhibición antes que imagen mediada. El resultado conmueve y ordena la memoria para el público masivo, pero, si medimos su valor cinematográfico, corre el riesgo de naturalizar el pasado. La forma administra afectos y fija el canon allí donde una estética de ensayo habría dejado fricción, aire y contexto para que el material piense.
Ahora bien, un documental con recursos pop no está condenado a la superficialidad. Puede usar lo pop como puente y lo popular como cuerpo. Incluso dentro de un paquete de marca hay márgenes. El cierre coral con hinchas cantando el himno es una idea simple y eficaz que desplaza la voz institucional por una polifonía y recuerda que la pertenencia no es un concepto, es un uso. Ese cierre brilla más cuando llega desde una acumulación de escucha (dejar temblar el monumental con cánticos crudos, esperas, respiraciones) que cuando viene antecedido por música de embalaje. Son microdecisiones que no rompen la promesa de sala masiva, por el contrario ensanchan su textura. En ese nivel se decide lo esencial, si la película se limita a ordenar la nostalgia o se atreve a hacer trabajar su memoria.
Ficha Técnica. Título original: Eterno. Dirección: Fernando Lavanderos. Reparto: Benjamín Vicuña, Carlos Caszely, Claudio Borghi, Lizardo Garrido, Leonel Herrera, Daniel Alcaíno. Música: Anita Tijoux. Duración: 107 minutos. Producción: Blango y Negro, Fábula

