Informe XXIX Fidocs (1): El espíritu de Chile. Sobre La vida que vendrá

Cuyul interviene así en la memoria visual del país, mostrando que lo que llamamos archivo siempre ha sido un campo de batalla: qué se muestra, qué se oculta, qué se colorea, qué se conserva en blanco y negro, qué emociones se privilegian para narrar la historia reciente. Frente a una historia oficial que tiende a fijar sentidos, la película devuelve al archivo su carácter de inestabilidad y político

En la edición que acaba de terminar de FIDOCS tuve la oportunidad de ver La vida que vendrá dirigida por Karin Cuyul, una película que se despliega como un diálogo íntimo con el Chile de los últimos cincuenta años a partir de un amplio repertorio de material de archivo. La experiencia de verla hoy, en un clima político opaco, cuando vuelve a asomarse la posibilidad de un gobierno pinochetista en el país, convierte las imágenes más punzantes, más insistentes, casi insoportablemente vigentes. La película no solo evoca al pasado, además interroga un presente cargado de sombras que retornan haciéndose tenebrosamente familiares.

A lo largo del film, la voz de la directora acompaña las imágenes con un ritmo que parece tocarlas y que se deja afectar por ellas. En un pasaje, Cuyul recuerda los cuadros de cobre que colgaban en las casas de sus padres, con los rostros de Víctor Jara, Neruda o Allende. De todos ellos, solo el de Allende resistió el paso del tiempo, sigue acompañando las paredes de su padre, como un artefacto vivo que ella probablemente heredará. Ese detalle aparentemente doméstico, casi mínimo, abre uno de los ejes centrales del documental: la persistencia material de las imágenes, su supervivencia desigual, la forma que algunas se quiebran, desaparecen y otras que se obstinan por permanecer. Ver La vida que vendrá es asistir a esa disputa silenciosa entre lo que se conserva y lo que se pierde, entre la memoria y sus huecos.

El tono reflexivo que Cuyul va asumiendo a medida que avanza la película, con esa voz permanente y cercana, es casi como si pensara con nosotros, va exponiendo sus decisiones fundantes de su obra. La primera: esta será una película a color. La segunda: será construida únicamente con material de archivo casero. La tercera: no puede ser una película triste. Estas tres afirmaciones no solo establecen un marco de trabajo; funcionan también como un desmantelamiento deliberado del dispositivo documental. La objetividad queda suspendida, relegada a ese lugar donde siempre estuvo: un mito fundante operativo. Lo que emerge, en cambio, es la subjetividad de quien mira y recompone, la conciencia de un punto de vista que no se oculta, sino que se hace presente como una decisión ética y estética.

Cuyul interviene así en la memoria visual del país, mostrando que lo que llamamos archivo siempre ha sido un campo de batalla: qué se muestra, qué se oculta, qué se colorea, qué se conserva en blanco y negro, qué emociones se privilegian para narrar la historia reciente. Frente a una historia oficial que tiende a fijar sentidos, la película devuelve al archivo su carácter de inestabilidad y político. De hecho, entre otras decisiones que verbaliza, como qué está buscando entre tanto material, qué espera encontrar allí, o la imposibilidad de trabajar con una temporalidad lineal, apuntan a esa dirección. El documental declara que la historia no avanza en línea recta: los acontecimientos se superponen, retornan, se bifurcan, encuentran devenires inesperados. El montaje se vuelve entonces un modo de pensar contra el relato histórico hegemónico, contra su supuesta continuidad, en definitiva, como nos decía Walter Benjamin, leer la historia a contrapelo.

La película propone una forma de narrar los últimos cincuenta años desde los bordes y las grietas, desde lo que quedó afuera de la históricamente relatado: marchas, exilios, casas, celebraciones o cámaras improvisadas que grabaron la vida cuando parecía no poder ser registrada. Cuyul busca esas imágenes, reactiva su potencia y las trae al presente, en ese gesto las cuida, las sostiene, les devuelte un espesor que permite que sigan viviendo. Al hacerlo, expone con nitidez la cara visible del país que nos quisieron vender: un Chile productivo, individualista, volcado al rendimiento y al éxito personal, que relegó al olvido el tejido social y cooperativo que alguna vez sostuvo a la comunidad. Los archivos periféricos que la directora convoca desbaratan esa ficción y develan su reverso. Permiten ver la otra historia -la que quedó oculta primero por la dictadura y luego por la transición- mostrando que, detrás de la superficie ordenada del país modelo del continente, “el jaguar latinoamericano”, persistía la capacidad de organizarse, de protestar y de imaginarse en colectivo.

Hay, además, un motivo que aparece una y otra vez: la palabra patria, país, nación. No como consignas ni como apelaciones grandilocuentes, sino como preguntas abiertas, heridas y afectos que se reviven en la intimidad del relato. La obra piensa políticamente esos términos porque para Cuyul no hay forma de convocar el archivo sin interrogar el espíritu de la nación. Allí se asoman la desafección que tantos llevamos, acumulada entre frustraciones históricas y desencantos cívicos, pero también la tenue alegría de una comunidad que, aunque golpeada, insiste en imaginarse a si misma. En ese gesto persistente, la película encuentra su propia fuerza, el mirar al pasado no para clausurarlo e ir más allá abriendo conversaciones que el país todavía no sabe cómo sostener.

Por eso, más que ofrecer una tesis cerrada sobre el país, la directora propone una disposición ensayística: mirar sin evasión, sostener lo que nos incomoda, cuidar lo que persiste y permitir que lo ausentado continúe interpelando nuestras preguntas presentes. Su potencia radica en mostrar que la imaginación política comienza, precisamente, en la manera en que vemos, en la atención a los detalles de las imágenes que heredamos, en la sensibilidad con las que disponemos relaciones y en la capacidad de desmontar los aparatos del estado que han moldeado una cultura visual particular y única. El film abre un espacio para reflexionar sobre otras miradas y, con ello, otras posibilidades de comprender y narrar el país.

¿Cuál será la vida que vendrá? Es una pregunta que nunca podremos responder del todo. Pero si seguimos las pistas que propone Cuyul, al menos podemos decidir desde dónde mirar. Su película sugiere que recordar con alegría, no desde la ingenuidad, sino desde la dignidad de las luchas que nos anteceden, es ya una posición política. Y que imaginar el futuro a colores, incluso cuando el presente se ensombrece y oscurece, no es un gesto de optimismo vacío, es un acto de resistencia. En ese cruce entre memoria y porvenir, La vida que vendrá ilumina algo fundamental: el devenir no está garantizado, pero sí puede ser disputado. Y que, tal vez, el primer paso sea atrevernos a volver a mirar nuevamente nuestra realidad con la lucidez que la película exige y con la esperanza que habilita. No para clausurar la historia, sino para mantener abiertas las preguntas sobre el espíritu del país que habitamos y sobre las formas en que todavía podemos imaginarnos juntos.