Informe XXXII Ficvaldivia (3): Apuntes sobre largometrajes y cortometrajes

En el caso de los cortometrajes, me interesó especialmente la competencia de escuelas. Se sentía el pulso de un cine que está tanteando un idioma propio, que se atreve a probar, a combinar materiales y observar de cerca lo que tiene alrededor; obras que ensayan lo formal, con texturas y recursos digitales que se vuelven parte de esa exploración, con una curiosidad latente que a la vez articula gestos que oscilan entre lo íntimo y lo político. También recojo la sección Nuevos Caminos, programada por Isabel Orellana (con la presencia de un cortometraje chileno), donde pude ver obras que en una búsqueda más abierta se miran entre sí, dialogando con los restos del pasado y las formas que anuncian lo que viene.

Llegar a Valdivia siempre tiene algo de ritual. Para muchos es la semana más esperada del año, el momento en que quienes amamos el cine emprendemos viaje hacia el sur para reencontrarnos con una comunidad que se forma y se renueva en torno a las salas. Quizás sea precisamente ese desplazamiento, el hecho de tener que moverse, calzar los días libres, cambiar el ritmo, lo que ya dispone otra forma de mirar.

Este año me llamó especialmente la atención que en la mayoría de las salas se repartían fichas para organizar el ingreso, y me reí en más de una fila con las personas que bromeaban con haber descifrado el código de color para traer las suyas propias en 2026 y así no quedarse afuera de nada (personalmente me quedé afuera de por lo menos cuatro películas, a pesar de haber llegado con media hora de anticipación).

Se notaba una fuerte presencia de público joven, destaco la gran cantidad de estudiantes de cine y equipos que presentaban entusiastas sus primeros estrenos en festivales, con postales hechas especialmente para la ocasión. Esa energía recorría los pasillos y parecía extenderse a todo el festival, que cada octubre reúne distintas generaciones para pensar el cine desde sus propias temporalidades.

A partir de lo anterior, este informe recoge algunas películas y cortometrajes que me quedaron dando vueltas en la cabeza y sobre los que espero seguir conversando.

En el caso de los cortometrajes, me interesó especialmente la competencia de escuelas. Se sentía el pulso de un cine que está tanteando un idioma propio, que se atreve a probar, a combinar materiales y observar de cerca lo que tiene alrededor; obras que ensayan lo formal, con texturas y recursos digitales que se vuelven parte de esa exploración, con una curiosidad latente que a la vez articula gestos que oscilan entre lo íntimo y lo político. También recojo la sección Nuevos Caminos, programada por Isabel Orellana (con la presencia de un cortometraje chileno), donde pude ver obras que en una búsqueda más abierta se miran entre sí, dialogando con los restos del pasado y las formas que anuncian lo que viene.

Agua fría  (Meme Cabello y Antonia Martínez Vals)

Ganador de la Competencia de Cortometraje Chileno de Estudiantes de Cine y Audiovisual, Agua fría se construye desde una aproximación atenta y delicada sobre la infancia y la migración. El corto sigue a Ángel y Kimberly, dos niños que transforman una vieja furgoneta en una nave imaginaria para ir en busca de su amiga Sofía, que ha regresado a Colombia.

La película se sostiene sobre la confianza entre las directoras y los niños, una relación que permite filmar el juego con naturalidad y frescura. Ángel, con su energía desbordante y su humor espontáneo, termina por robarse la cámara; en esa vitalidad asoma algo que va más allá de la diversión, una sensibilidad que deja entrever la dureza del entorno y la forma en que los afectos se afirman en medio de la carencia. De esta forma, Agua fría narra una experiencia migratoria desde las propias infancias, con una lectura que se aparta del dramatismo y encuentra en la imaginación y la risa un modo de resistencia.

@Avril - Alonso Salas Fernández y Paz Violeta Arancibia

En @AVRIL (competencia de Cortometraje Chileno de Estudiantes de Cine y Audiovisual), corto de animación realizado dentro del metaverso VRChat, @TU rememora una relación virtual que marcó una etapa de su vida. A través de la voz, los escenarios digitales y los avatares que pueblan ese espacio, la película explora la distancia, la pérdida y los rastros de un vínculo que solo existió entre pantallas.

Los diálogos tienen una intimidad conmovedora y revelan una memoria afectiva sostenida en la necesidad de mantener vivo el vínculo a través de la voz. La animación y los paisajes virtuales acompañan ese registro con sutileza, aunque la propuesta visual no alcanza siempre a expandir la emoción que recorre el relato ni a explorar plenamente las posibilidades que ofrece su propio soporte. Esa desproporción entre la potencia de la idea y su concreción formal no le resta valor al intento, ya que @AVRIL deja una impresión melancólica y honesta sobre las maneras en que seguimos buscando cercanía en lo digital.

Por allá lejos en el tren - Michelle van Treek Pérez

Por allá lejos en el tren (competencia de Cortometraje Chileno de Estudiantes de Cine y Audiovisual) se construye a partir de un viaje en tren entre regiones, donde el desplazamiento funciona como punto de partida para evocar recuerdos personales y rastros de la historia ferroviaria chilena. La voz en off articula ese recorrido con un tono reflexivo y poético, mientras las imágenes transitan entre lo documental y lo evocativo para buscar una forma posible de la memoria.

Aunque la propuesta tiene momentos visualmente atractivos y una intención de conectar la experiencia íntima con la historia del país, el conjunto no logra un diálogo profundo entre sus distintas capas, ya que las alusiones a la dictadura y al viaje personal parecen convivir sin encontrar un punto de encuentro que las haga reveladoras y se sienten en ocasiones forzadas. Aun así, queda la sensación de una sensibilidad en construcción, de una cineasta que explora cómo dar forma a sus recuerdos y encontrar, en ese desplazamiento, una manera propia de mirar el pasado.

Una tristeza fiel - Paolo Caro Silva

En Una tristeza fiel (Nuevos Caminos), Paolo Caro Silva regresa a la habitación de su infancia a través de una reconstrucción digital. Utiliza herramientas de modelado tridimensional para rehacer el espacio, mover los objetos, cambiar las proporciones y probar distintas configuraciones posibles de ese lugar que ya no existe. El resultado es una indagación del recuerdo desde lo digital, un modo de observar el pasado como algo que puede modificarse y volver a pensarse.

En ese sentido, el cortometraje propone un ejercicio de resignificación donde recordar se convierte en una forma de experimentar. Al intervenir digitalmente su habitación, el director no intenta restaurar lo perdido, sino comprender cómo se transforma el sentido de lo vivido cuando se lo revisita desde otro tiempo y otra escala. En ese movimiento de volver y reordenar, Una tristeza fiel encuentra su potencia, revelando que la memoria también puede habitarse con otros ojos.

Ahora, sobre los largometrajes, vi funciones de la competencia chilena, la juvenil y gala, un recorrido que terminó armando un mapa amplio de voces, generaciones y modos de producción. Cada sección tenía sus ritmos y urgencias: películas hechas entre amistades, trabajos que vuelven sobre la memoria desde la política, relatos que observan lo cotidiano sin apuro o apuestas que quieren jugar desde una energía más impulsiva. No creo que formen una corriente unitaria ni que necesiten hacerlo, pero puestas en el trayecto del festival permiten leer cómo conviven gestos que, puestos unos al lado de los otros, van dibujando la sensación de que cada película está intentando afinar una sensibilidad ante su tiempo. Me quedo especialmente con aquellas que logran abrir un espacio propio, donde la forma no es un mero adorno, en las que se juega e imagina con lo que aparece al alcance, como si cada material guardara una posibilidad todavía abierta.

Matapanki - Diego Mapache Fuentes

Doblemente premiada en Valdivia (como mejor largometraje juvenil y mejor película chilena de las competencias), Matapanki fue una de las películas más comentadas del festival. En sus funciones, el Teatro Lord Cochrane se llenó de un público mayormente joven que reía, aplaudía y acompañaba con entusiasmo los momentos más desbordados.

El film sigue a Ricardo, un joven punk de Quilicura que reparte sus días entre tocatas, fiestas y el cuidado de su abuela enferma. Todo cambia cuando bebe un extraño licor que le otorga superpoderes y lo impulsa a una suerte de cruzada heroica. Matapanki desarrolla esa premisa con una exuberancia visual que combina cámara en mano, granulado intenso, rotoscopia, animación y un montaje vertiginoso que cruza registros y texturas. Ese impulso formal sostiene buena parte de la película, aunque con el tiempo la acumulación de recursos empieza a perder tensión y el despliegue visual termina funcionando más como un intento de demostración de virtuosismo que como búsqueda expresiva. Hay una confianza demasiado literal en la estética del exceso, afín a las imágenes que circulan hoy en redes, que acaba simulando más riesgo del que realmente asume. 

El guion adopta las convenciones del “shonen”, con un recorrido de iniciación donde el protagonista adquiere poder y atraviesa distintas pruebas. Las etapas del aprendizaje, el combate y la redención se articulan con energía, pero dentro de un esquema que se repite sin ofrecer algo nuevo. En paralelo, la capa política opera como decorado, y vemos que el villano estadounidense, las consignas de rebeldía o la sátira del poder se integran al juego visual sin llegar a constituir una lectura que profundice ese imaginario.

La euforia colectiva de la sala explica parte del fenómeno y es valiosa para leer el momento, pero creo que el resultado queda más cerca del guiño generacional (que siento también explica el doble premio) que de una exploración que empuje y vaya más allá de sus propias reglas.

Carta a mis padres muertos - Ignacio Agüero

Estrenada en la sección Gala, Carta a mis padres muertos prolonga la indagación de Ignacio Agüero sobre el tiempo, la memoria y la experiencia de filmar desde la vida cotidiana. La película parte del recuerdo del padre, fallecido poco después del triunfo de Salvador Allende, y desde ahí se expande hacia una constelación de imágenes donde las memorias personales, familiares y políticas se entrelazan. En esa premisa aparece algo importante que el propio Agüero volvió a destacar tras la función: su padre no alcanzó a ver ninguna de sus películas, y de ahí nace el deseo de incorporar fragmentos de trabajos anteriores. El director comentó que incluso le habría gustado incluirlas todas.

El extenso testimonio de Marco Medina, antiguo dirigente sindical de Madeco (la empresa en la que trabajó el padre del cineasta), ocupa un lugar importante dentro del film. Su relato repone las experiencias del sindicalismo durante la Unidad Popular y las consecuencias que dejó la dictadura, estableciendo un vínculo directo entre la historia del trabajo y la memoria familiar. Ese bloque concentra parte de la densidad histórica de la película y marca un contrapunto con el registro más contemplativo del presente. En paralelo, la voz en off de Agüero despliega un pensamiento que se mueve por asociaciones y divagaciones, en un ritmo que alterna recuerdos, observaciones y retornos sobre las imágenes. Esa voz acompaña la deriva del film y mantiene abierto el hilo de pensamiento que lo atraviesa.

La casa vuelve a ser el espacio desde el cual Agüero observa y organiza las imágenes. En su jardín, en los gatos, en la luz que cambia sobre las hojas o en el paso de las nubes se advierte una mirada que confía en lo cotidiano y deja que el tiempo se exprese por sí mismo. Esa atención persistente reafirma la libertad formal y la madurez de su oficio, un modo de filmar que encuentra en lo cercano la materia para pensar la muerte y sus resonancias, no solo en la esfera íntima sino también en un país donde todavía se buscan cuerpos y respuestas. En esa dimensión de herencia, tanto familiar, política y cinematográfica, la película encuentra su fuerza, y en la voz del director, que recuerda que “quedan muchas películas por hacer”, se percibe la continuidad de esa búsqueda.

La corazonada - Diego Soto

Premiada con el Premio del Público y una mención del jurado, La corazonada, el tercer largometraje de Diego Soto, fue una de las obras más queridas del festival. Hay algo en su tono, en su humor y en la forma en que se aproxima a las personas, que hace sentir que uno está frente a una película hecha con cariño. De esas donde la nobleza se cuela en cada plano y parece ofrecer abrigo, como un té caliente o una conversación en la cocina después de la lluvia. Es también una comedia luminosa, filmada entre amigos y familiares, que confirma el lugar desde donde Soto está construyendo su universo cinematográfico: el de la cercanía y la ternura.

 

La película parte desde un gesto simple. Nieves administra un balneario junto a su hijo, que la ayuda con el mantenimiento del lugar, cuando un grupo de motociclistas llega a pasar el día y Ernesto, uno de ellos, se enamora de ella. Ese romance parece querer avanzar, aunque pronto se enreda entre las vacilaciones y los pequeños tropiezos del día a día. Todo cambia cuando aparece una cineasta que desea filmar una adaptación de La tempestad de Shakespeare en el mismo sitio. El rodaje, que termina involucrando a los protagonistas, los reúne en una escena romántica que ofrece una segunda oportunidad para un amor interrumpido. En ese juego con la ficción, los sentimientos se despliegan con pudor y torpeza, en detalles mínimos y con una calidez muy chilena, con una belleza que nace precisamente de su fragilidad y de la manera en que el deseo se filtra entre las rutinas y los silencios.

 

Parte del encanto de La corazonada está en cómo el amor se revela en lo más simple, en esos gestos que la cámara observa con paciencia hasta que se transforman en pequeñas revelaciones. Los protagonistas, tíos del propio Soto, actúan con una naturalidad que sostiene el relato y, en la mirada atenta del director, que deja espacio para la risa, la pausa y la emoción, la obra encuentra su tono más propio. Ese modo de filmar parece dialogar con una idea de cine que confía en la ternura como método y en la posibilidad de crear desde el cuidado, lejos del ritmo y las exigencias de la producción industrial.