Informe XXXII FicValdivia (4): Animamundi
La sección Animamundi, que es la que nos ocupa en este informe, contó con tres títulos chilenos y tres europeos (Suiza, Francia y Finlandia). Si esta sensación más festiva y pop puede asociarse a un espíritu juvenil, resulta destacable que la función de Animamundi a la que asistí fuera la de menor rango etario promedio. Si bien la presencia estudiantil en Valdivia siempre ha sido relevante, fue en esta exhibición dedicada exclusivamente a la animación donde la presencia de las Escuelas de cine se hizo más notoria. ¿Qué inclina al público joven hacia el formato animado? ¿Por qué una selección de cortos no competitivos generó un entusiasmo similar al de fenómenos pop como Matapanki?
The Pop Kids
Esta edición de FicValdivia incorporó tres nuevas secciones (cuento aquí a las que podrían mantener continuidad en próximas ediciones), lo que siempre es una buena excusa para revisar las políticas de programación del Festival, o por lo menos como las percibimos desde la audiencia.
La primera deriva del proyecto del Mapa de Cine Latinoamericano y del Caribe organizado en conjunto por las revistas Desistfilm, Oropel, La vida útil, Simulacro y La rabia. Si bien los resultados generales del Mapa aún no se han sido publicado de manera oficial (se está preparando una web…), la expectativa obvia ante un proyecto de este tipo sería una presentación de las películas más mencionadas junto a un panorama general de las elegidas. La selección, sin embargo, fue todo lo contrario: una colaboración con el Third Horizon Film Festival y películas provenientes de Surinam, Haití, Martinica, Guyana Francesa y Jamaica; es decir, naciones que continúan siendo un punto ciego incluso para la cinefilia latinoamericana. En línea con otras secciones como Disidencias, esta primera versión del Mapa parece ahondar en rincones poco explorados de la historia del cine militante y político.
Las otras dos secciones, Con ánimo de humor y Animamundi, en cambio, refuerzan el costado pop del festival. No se trata de secciones pop por el hecho de mostrar películas particularmente conocidas, sino por una especie de espíritu festivo que, en algunos casos, se hace evidente desde los títulos lúdicos de las obras (como ocurrió con las dos seleccionadas de Con ánimo de humor).
Siguiendo esta lógica, se podría pensar que estas secciones dialogan con otras históricas como VHS Erótico y la más reciente VHS Anime, secciones que apelan directamente a la experiencia pop hasta en el soporte (literalmente VHS, en una prolongación de la cultura del videoclub). Sin querer tampoco plantear una dicotomía tan estricta, parecen existir secciones en las que uno puede sumergirse en propuestas cercanas a la experimentación formal y en rincones “olvidados” del cine, al mismo tiempo que en otras nos acercamos al espíritu de las midnight movies. Sin sugerir una contradicción, se trata un poco de la lógica del eclecticismo cinéfilo que Adrian Martin describe en "Mutaciones del cine contemporáneo": la Generación VHS podía pasar de Joe Dante a Chantal Akerman sin mayor conflicto. La Generación Torrent y YouTube, por su parte, puede transitar desde una función en fílmico de Helga Fanderl a Lesbian Space Princess (Emma Hough Hobbs y Leela Varghese, 2024), y el Festival parece comprender bien esta dinámica.
La sección Animamundi, que es la que nos ocupa en este informe, contó con tres títulos chilenos y tres europeos (Suiza, Francia y Finlandia). Si esta sensación más festiva y pop podría asociarse a un espíritu juvenil, resulta destacable que la función de Animamundi a la que asistí fue la de menor rango etario promedio entre los asistentes. Si bien la presencia estudiantil en Valdivia siempre ha sido relevante, fue en esta exhibición dedicada exclusivamente a la animación donde la presencia de las Escuelas de cine se hizo más notoria. ¿Qué inclina al público joven hacia el formato animado? ¿Por qué una selección de cortos no competitivos generó un entusiasmo similar al de fenómenos pop como Matapanki?
En el catálogo, la muestra es presentada por Guillermo Olivares como “una nueva sección que busca ofrecer un panorama del vibrante mundo de la animación –como espacio para adultos— con obras chilenas e internacionales”. No deja de ser llamativo que la única sección que declara su orientación hacia un público adulto tenga un promedio de edad más bajo. Más que un problema de enfoque por parte de FicValdivia, me parece que es una muestra de la tensión aun no resuelta entre la animación y su vinculación casi obligatoria con lo infantil. Por otro lado, ¿en qué sentido El tamagochi escarlata debe entenderse como un cortometraje adulto no apto para el público adolescente? Si bien incluye algunos guiños explícitamente “adultos”, estos nunca han estado ausentes en las animaciones de este tipo. La muestra, a mí gusto, resulta todavía un poco más compleja de categorizar.
Antes de comentar las tres películas chilenas, me detendré brevemente en las internacionales: Une fugue (Agnès Patron, 2025), Tapeworm Alexis & the Opera Diva (Thaïs Odermatt, 2025) y Fish River Anthology (Veera Lamminpää, 2024).
La primera de estas podría emparentarse a toda una tradición animada que combina ilustración con elementos propios de la pintura. La película comienza con un relato algo críptico sobre dos hermanos que salen a nadar. Pese a la sencillez de la presentación, la narración juega con saltos temporales y posibles deslizamientos oníricos que hacen menos clara la acción. Esta mezcla entre lo sencillo y lo complejo también se traduce en términos plásticos: los planos generales y la presentación remiten al formato de libros ilustrados, con trazos simples y fondos poco detallados. Pero, una vez que irrumpe el movimiento, el corto se transforma; la línea se vuelve inestable, aparecen detallados juegos de sombras y la separación entre fondo y personaje se vuelve menos definida. Como en el famoso clímax temprano de El cuento de la Princesa Kaguya (Isao Takahata, 2013), Patron aprovecha el lenguaje animado para fundir los fondos y trazos con el estado mental de sus personajes.
Tapeworm Alexis & the Opera Diva, por su parte, remite de inmediato a los cortometrajes cutout de Terry Gilliam, particularmente a las transiciones animadas realizadas para Monthy Phyton’s Flying Circus (1969-1974). El corto sigue una absurda y acelerada narración que vincula el éxito de Maria Callas con una lombriz solitaria. Con juegos de collage que no solo utilizan recortes tradicionales, sino también efectos 3D y material de archivo live action, la película de Odermatt apuesta por una suerte de sobrecarga sensorial producida tanto por la rapidez narrativa como por esta mezcla de materiales animados. El resultado es por momentos divertido, aunque hay algo en la dirección permanente de la voz que hace que el ejercicio resulte un poco antojadizo en términos narrativos, cercano al espíritu del relato youtubesco tan característico de la década pasada.
Fish River Anthology, por su parte, me pareció la película menos interesante de la muestra. Si bien no es poco común que animadores contemporáneos tengan estilos afines, el estilo, relato y discurso resultan tan cercanos a las películas de la sueca Niki Lindroth von Bahr que levanta sospechas de tratarse de un ejercicio derivativo. Ambas utilizan un estilo de diseño de muñecos stop motion hiperrealista, además de un modelo de actuación bressoniano para sus animales cantantes. La comparación, por lo demás, no le favorece: mientras que las crónicas de alienación capitalista de Lindroth von Bahr consiguen ser graciosas y lúgubres al mismo tiempo, en Fish River Anthology la crítica al consumismo necesita ser reforzada cada tanto, como si el propio musical distanciado en un supermercado no alcanzara para dar a entender la idea. Buena parte del humor político aparece mejor sintetizado en la escena del supermecado de La carga (Lindroth von Bahr, 2017), una de las grandes animaciones de la última década.
Las películas chilenas
En la presentación de Olivares previa a la función, el énfasis estuvo puesto, como era de esperarse, en las tres obras chilenas seleccionadas. Incluso se insinuó que la creación de esta nueva sección respondía, en parte, a la llegada de un grupo de películas animadas nacionales que desde programación no habían conseguido ubicar con facilidad. La mayor parte de la expectativa en sala recaía en esos tres títulos: Amarre (Matías López, 2025), El tamagochi escarlata (Francisco Visceral, 2025) y Merrimundi (Niles Atallah, 2025). La nómina generaba interés, entre otras cosas, porque solo uno de los tres nombres, el de Atallah, resultaba inmediatamente reconocible y tenía una relación de larga data con el festival. López y Visceral, por su parte, presentaban sus películas debut.
La apuesta de FicValdivia fue leída por muchos asistentes como una respuesta al momento que vive la animación chilena, frecuentemente descrita como parte de una escena pujante y con una incipiente industria. Mientras el discurso alrededor del cine chileno suele asociarse a la precarización, el relato en torno a la animación resulta generalmente más auspicioso: se siguen abriendo nuevas carreras de animación y las promesas del campo laboral parecen ser más favorables (o al menos así se promociona). Por otro lado, y esto no parece formar parte de la discusión, el circuito de distribución de la animación nacional parece bastante más estrecho, lo que convierte desde ya a Animamundi en una de las pocas secciones de animación dentro de un festival que no está dedicado exclusivamente a esta.
¿Es esta aparente buena salud industrial la que tapa la falta de ventanas exhibición? ¿Es el destino del cortometraje animado circular en festivales especializados? ¿El hito del Óscar contamina la percepción general del panorama? El último estreno en salas durante los últimos años ha sido Nahuel y el libro mágico (Germán Acuña, 2020). Ahora, como bien sabe la historia de la animación, el largometraje no es el formato privilegiado del medio ni su vara de medida. Habría que considerar la circulación reciente de películas como El festín de las bestias (Rivera, Saldivia y Bucher, 2023), Cuaderno de nombres y Los huesos (León y Cociña, 2023 y 2021), Todos comen pan (Constanza Gaymer, 2024) o, por supuesto, Bestia (Hugo Covarrubias, 2021). Sin embargo, el enunciado del “gran momento” de la animación chilena parece prescindir casi siempre de las películas y su discusión, centrándose más bien en los premios internacionales y en las expectativas de desarrollo industrial.
Me estoy desviando, lo sé. Pero esta discusión general sirve para pensar en cómo la selección de Animamundi reunió a dos nombres nuevos y otro consagrado, al mismo tiempo que se trata de tres cineastas de universos creativos ligados. López figura en los créditos de Merrimundi de Atallah; ambos, además, han colaborado con la dupla León-Cociña (León figura como productor de Amarre, mientras que Visceral trabajó anteriormente en Cuaderno de nombres). Hasta cierto punto, y sin sugerir que se trate de estéticas de López y Visceral deriven necesariamente de ahí, la selección apunta a una especie de herencia joven entre los dos directores debutantes y los tres nombres más relevantes de la animación chilena de los últimos años. Si parte del discurso sobre el buen momento de la animación chilena se sostiene sobre obras estrenadas con títulos en inglés y estándares “internacionales”, el recorte de Animamundi parece, más bien, trazar una continuidad con la estética incorrecta y latinoamericana de cortos como Lucía (Cociña, León y Atallah, 2007) y Luis (2008).

Amarre venía antecedida por un hype propio, en cualquier caso. López era conocido en redes (bajo el usuario de @matatatatatatat) por sus recreaciones rotoscopeadas de memes y videos virales mediante la técnica de pintura en movimiento. Debo reconocer que no estaba al tanto del fenómeno hasta que algunos amigos me lo señalaron, lo que demuestra que la animación contemporánea también circula hoy por medios menos formales, como Instagram. Un repaso rápido por la cuenta de López permite entender que, si bien se trata de su primer cortometraje, Amarre está lejos de ser su primera incursión en la pintura animada.
Por afinidades técnicas, el breve cortometraje (apenas tres minutos, el más corto de la muestra) recuerda al trabajo de Georges Schwizgebel y, sobre todo, al más reciente The Physics of Sorrow (2019) de Theodore Ushev. Como en la película de Ushev, y sin poder afirmar que todo el corto sea rotoscopia, es evidente que López utiliza metraje real como guía para las pinturas, tal como hacía en su seguimiento del trazo de los memes. El resultado impresiona tanto por su cercanía a los modelos –los rostros y las sombras alcanzan un impresionante nivel de realismo—como por la inestabilidad del trazo propia de la pintura animada. Quizás, a diferencia de Ushev o de Aleksandr Petrov, esta fidelidad al modelo vuelve un poco más rígidas las transiciones, en particular la que conduce al “amarre” del título. Aun así, Amarre consigue dejarte “pegado”, un efecto de fascinación que no se agota por su profunda cercanía con los fundamentos de la animación: vemos a un medio fijo (la pintura) por fin en movimiento (el cine).

El tamagochi escarlata, por su parte, propone una narración menos densa y más abiertamente pop. En términos de estilo, existe una vinculación bastante menos obvia con las obras recién mencionadas de Cociña, León y Atallah. La película de Visceral se inscribe en la línea de obras como Chancho cero de Pedro Peirano: un micromundo estudiantil que condensa, a modo de fábula, las reglas y estereotipos de un mundo social más amplio. El tamagochi utiliza la escolaridad chilena como una especie de país en modelo a escala, con sus estereotipos y fricciones.
Pese a esta presentación de formato reconocible (y acelerado, debe ser la película con mayor cuota de chistes por minuto de todo el festival), lo que distingue a El tamagochi escarlata es su particularidad visual, que todavía no termino de descifrar. A ratos parece trabajar por sustracción, en la tradición de la animación limitada; en otros, en cambio, despliega movimientos rápidos con desprolija sofisticación. Se trata de una obra collage que mezcla estilos y técnicas, a menudo aprovechando el poco nivel de detalle de los fondos para realizar barridos de piernas o movimientos súbitos de los personajes. Si bien la velocidad de la narración a veces parece estar en tensión con el goce visual de la técnica, es quizás la propuesta animada más inclasificable de la muestra en términos visuales.
Si bien la sorpresa técnica fue grande, también vale mencionar que parte del apuro narrativo da la impresión –confirmada después en una entrevista a Ignacio Socías, guionista— de funcionar como un relato que forma parte de una narración más amplia y episódica. La propia relación de Iñaki y la tortuga Cecilio, deudora de parejas como Calvin & Hobbes, parece presuponer antecedentes no explicados, o que se podrán detallar en entregas posteriores. Esto le da al cortometraje un impulso también más anglo y noventero, en la línea de los cortometrajes de transición que utilizaba MTV para sus comerciales, y cuya breve duración obligaba a una condensación extrema y a una narración apresurada. Igual, quizás el problema sea yo: el volumen de la risa en sala no puso ninguna objeción.

Por último, Merrimundi ofrece más guías de lectura, en parte porque su director ya es un habitual del festival. Con esto no quiero decir que Atallah sea un autor en el mal sentido del término: su obra contiene patrones, pero no tiende necesariamente a la repetición. Sin embargo, es evidente que Merrimundi se sitúa más cerca del cortometraje animado Vitanuova (2023) que de sus largometrajes Rey (2017) o Animalia paradoxa (2024). Aunque comparte con Animalia la construcción de un bestiario, tanto en Vitanuova como en esta parece haber una voluntad acumulativa de figuras extrañas y de un stop motion que desobedece las reglas de movimiento y uso de maquetas. Aunque contienen mayores cuotas de humor, los cortos animados de Atallah bien podrían titularse The Atrocity Exhibition, como la novela de Ballard (y la canción de Joy Division).
Si bien la relación entre el stop motion y lo escabroso es antigua –al menos desde que Starewicz comenzó a “mover” sus insectos muertos a comienzos del siglo XX—, estos cortometrajes de Atallah explotan la combinación siniestra entre movimiento y rostros inexpresivos. En esta ocasión, tomando como base un miedo recurrente y freudiano, se trata de varios muñecos de bebés sin movimiento facial. Si la idea puede remitir a los Hermanos Quay (grandes conocedores del miedo que provocan los muñecos), en Merrimundi esta combinación se va volviendo cada vez más excesiva e intencionalmente errática, incorporando secuencias de karaoke y planos donde ya es imposible contar la cantidad de guaguas en pantalla. Aunque su duración puede resultar algo cansina (sobre todo cuando chistes como el del karaoke aparecen otra vez), la fuerza de Atallah como cineasta centrado en la construcción de mundos resulta innegable. Una vez que entran las experimentaciones digitales, la película alcanza un grado de excentricidad que la sitúa en un lugar menos ortodoxo de las posibilidades del stop motion. Con su tendencia al exceso y el ataque sensorial que produce, no podía no ser el cierre de la muestra.

